DÍA TRIGÉSIMO PRIMERO. BALCONES
He
perdido la cuenta de los días que llevo saliendo al balcón, sobre los cinco
carriles vacíos de la Av. Callao de Buenos Aires. No sé si antes de esta
pandemia, esta película de ciencia ficción en la que intervenimos como
protagonistas, había salido tantas veces a mirar la vida desde aquí.
Seguramente no. Los balcones, a veces, son esos lugares en los que se seca la
ropa, languidecen unas plantas y se acumula el producto de la contaminación de
la ciudad, esa misma que respirábamos todos y que ahora ha desaparecido casi
por completo. Los balcones, en las grandes ciudades como Buenos Aires, se
limitan con una red que hace la doble función de impedir que los niños sufran
un accidente y caigan desde ellos y que los delincuentes puedan acceder a la
vivienda de una manera sencilla. Así es la vida en las ciudades en las que las
diferencias notorias hacen que convivan en pocas manzanas, los
pornográficamente ricos y los miserablemente pobres.
Sin
embargo, los balcones se han convertido en estos días en protagonistas. Han
servido de escenarios improvisados desde los que se han mostrado al mundo
artistas desconocidos, algunos de los cuales pasarán seguramente a la
posteridad, al menos en su barrio. Han sido la platea desde la que hemos
ovacionado a la hora convenida, a los que dimos en llamar "defensores de
nuestra salud", a quienes contemplamos ahora como si de gladiadores se
tratara, en un circo romano donde pelean con una fiera invisible, en ocasiones
sin espada, sin lanza y sin red.
A
medida que los días han ido pasando, desde los balcones hemos golpeado
cacerolas, usando aquello que contiene nuestro alimento en la cocina para
protesar airadamente contra alguna de las medidas que aquellos que nos
gobiernan desde la estupefacción, la determinación o el oportunismo, por no
nombrar la estupidez, que en algunos lugares del planeta también han hecho
gala, han tomado. Y así, sin ninguna contemplación, hemos roto el recubrimiento
plateado de alguno de nuestros cacharros, hemos saltado la porcelana de otros y
hemos abollado el latón de alguna pieza heredada de cocinas familiares.
Los
balcones han sido los nuevos escaparates ante la falta de reuniones sociales.
Hemos dialogado con los vecinos, nos hemos dado cuenta de las raíces blancas
que asoman de manera persistente del cuero cabelludo de quienes parecían vivir
de espaldas al calendario y hemos comprobado, no sin cierta satisfacción, que
el aspecto externo de algunos no correspondía con el mobiliario que se deja
entrever en el espacio visible entre las cortinas de los de enfrente.
Los
balcones son, en estos días turbulentos, la referencia que nos marca el modo de
vivir de cada uno. Incluso se convierten en la línea que con su trazo, separa
diferentes clases sociales. El tamaño de la barandilla puede convertir el
balcón en una terraza, lo que significa mayor capacidad de movimientos y, como
consecuencia, mayores privilegios. La falta de barandilla es sinónimo de
carecer de balcón y conformarse con ventana.
Unos
tienen la suerte de asomarse al campo. Otros, como yo, lo hacen sobre una
avenida, frente a otros edificios cuyas ventanas proyectan la luz como a modo
de fedatario que certifica que otros que están viviendo la misma realidad y el
mismo encierro. Y, por fin, quedan aquellos que, en un alarde de confianza,
asoman todas las noches a la misma hora y ovacionan o golpean cacerolas desde
una ventana que asoma a un patio de luces.
Comentarios
Publicar un comentario