DIA CUARTO. CAFÉ CON LÁGRIMAS PARA EL DESAYUNO
Confieso
sin ningún rubor que me desperté llorando esta mañana. De manera mecánica,
teniendo en cuenta las circunstancias, alargué la mano hacia la mesita de noche
para alcanzar las gafas y el teléfono y, después de comprobar que no había
mensajes urgentes, busqué información en las portadas de los periódicos
españoles. La realidad me golpeó de lleno. Fue un directo a mi mandíbula
emocional leer el efecto que está produciendo en mi país esta pandemia y ver
espantado cómo el número de fallecidos continúa creciendo en una línea
ascendente que ignoro cuándo llegará a lo que todos hemos dado en denominar
"el pico", ese punto en el que todo vuelve, aunque sea poco a poco, a
la normalidad.
Asocié
inmediatamente las cifras con el sufrimiento humano, con los dramas familiares
que se están desencadenando a cada momento, en los que los hijos no pueden
despedir a sus padres, aquellos que trabajan en primera línea no quieren volver
a casa para no provocar un contagio a sus seres queridos y, pasaron por mi
mente, uno a uno, como en un desfile, las caras de aquellos que considero míos,
con quienes mantengo una relación estrecha y constituyen mis afectos. Lloré
amargamente, en lo que sirvió de descarga de la presión acumulada todos estos
días. Lloré de miedo al pensar que cualquiera de ellos se viera afectado
gravemente por este drama y desayuné café con lágrimas, antes de irme a la
ducha.
Después,
salí a la compra.
En
Argentina está decretado el confinamiento de la población en sus casas hasta el
próximo día 31 de marzo pero, a estas alturas y tal como van las cosas en todo el planeta, todos nos hacemos a la idea
de que este encierro va a llevarnos por lo menos varias semanas más. Así que
había que aprovisionar la despensa y me fui al supermercado. Varias bolsas de
esas que todo el mundo llevamos de un tiempo a esta parte en la mano hacían de
salvoconducto al abrir la puerta del edificio, de modo que los dos policías que
patrullaban la calle y que estaban de pie a apenas cinco metros del portal, se
limitaron a saludarme al pasar.
Transitar por primera vez en los últimos días las dos o tres manzanas que
separan mi casa del supermercado, era como salir de expedición por algún lugar
prohibido. El restaurante de la esquina que abrió hace tres años y desde
entonces, sin fallar un solo día, tenía no menos de treinta personas esperando
a la puerta para encontrar una mesa, ofrecía un aspecto triste, sin clientes,
abierto únicamente para tomar encargos a domicilio. Unos metros más allá, en
una esquina, bajo la protección del balcón del primer piso del edificio, un sin
techo dormía placidamente a la intemperie, con la tranquilidad de quien está
por encima del miedo a enfermarse. ¿Cómo se mete en su casa a aquellos que no
la tienen?
La
cola para entrar al supermercado era de varias decenas de metros. El acceso
controlado al establecimiento y la distancia prudente entre quienes esperábamos
con nuestras bolsas en la mano daban la impresión de que la espera sería larga
y me recordó a las filas que se organizan ante las taquillas o a la entrada de
un concierto de cualquiera de las estrellas del pop actual. Mientras esperaba
observé a la mujer que habitualmente se sienta sobre la acera, cerca de allí.
Vive de la caridad ajena y se ha convertido en parte de la fisonomía del
barrio, en el ir y venir habitual, haciendo su ronda por aquellos lugares en
los que recibe la ayuda de los vecinos. Hoy tenía la mirada perdida y una
mascarilla cubría su cara.
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