DÍA DÉCIMO CUARTO. LA TÚNICA Y EL CUCURUCHO

Cuando llegaba esta época, la actividad en mi casa cambiaba. Yo tenía apenas cuatro o cinco años. En el dormitorio de mis padres había un armario que un ebanista procedente del pueblo de mi madre, Sahagún de Campos, había tallado a juego con la cama y la cómoda, además de una silla descalzadora. La madera utilizada pertenecía a unas cubas de vino que algún pariente había donado para tal fin y el artista que lo realizó, cuyo nombre no recuerdo pero sí haber escuchado que intervino en la rehabilitación del púlpito del trascoro de la Catedral de Palencia, se lo regaló con motivo de su boda.

En ese armario de cuatro puertas, al fondo, entre  la ropa guardada para la temporada adecuada, había una caja de cartón y un enorme cucurucho, un cono estrecho y alto de un cartón duro y liso, acabado en punta, en cuya base se habían acoplado dos cintas que, atadas bajo la barbilla, permitían ajustar esa estructura en tu cabeza dándote un aspecto que, para definirlo de un modo gráfico que todo el mundo entienda en ambos lados del Atlántico, te hacía parecer a cualquiera de los compañeros de David el Gnomo. Días antes del domingo de ramos, mi madre iba a buscar la caja y el cono y, sobre la mesa del comedor, extraía del recipiente una túnica blanca, una capa del mismo color y una tela con la que cubrir el cono de cartón, acoplándose a su forma y dejando caer un buen trozo del tejido en el que se habían abierto dos agujeros que, una vez colocados en su lugar correcto, coincidían con tus ojos y permitían una visión nítida, aunque ligeramente limitada.

La túnica, con botonadura roja y el escudo del Santo Sepulcro en el pecho, pertenecía a la cofradía del mismo nombre, una de las más antiguas de Palencia, a la que mi padre, miembro desde hacía muchos años, me había apuntado al nacer. La capa, con un cordon  rojo, fino y cosido en los bordes, completaba el "traje de tararú", que era como llamábamos a la indumentaria popularmente en casa. Alrededor de la mesa mirábamos el conjunto como si se tratara de un tesoro. A partir del domingo siguiente participaría en las procesiones como un integrante más y mi madre se anticipaba a la fecha sacando la túnica, la capa y el cucurucho por dos razones: para comprobar que, guardada desde el año anterior no había recibido alguna mancha, ni amarilleado la tela por efecto de las condiciones de guardado y una segunda, más importante e inevitable: que desde el año anterior yo había crecido lo suficiente como para obligarle a alargar unos centímetros la longitud de la túnica, sacando parte del bajo que, de forma previsora, había hecho al confeccionarla el primer año.

Mi abuela preparaba hojuelas en la cocina, que luego ponía sobre la mesa en una enorme bandeja mientras mi madre ajustaba la túnica a mi cuerpo y marcaba con alfileres la , a añadir al largo, que eran el equivalente a los centímetros crecidos desde que terminó la semana santa el año anterior.

Fuera, de la calle, llegaba el eco de una banda de cornetas que ensayaba junto al río. El sonido agudo e inconfundible llenaba el aire frío aún en la primavera castellana y pronto, en el balcón, colgaría una rama de palmera, amarilla, que con esfuerzo habría cargado en un itinerario que recorría las calles de mi ciudad.

Hoy, desde mi terraza, sobre los cinco carriles vacíos de la avenida en la que vivo, a una distancia de diez mil kilómetros y sesenta años, si cierro los ojos puedo sentir aún el tacto de aquella túnica y el capirote en forma de cono tan difícil de mantener erguido sobre mi cabeza al desfilar por las calles de Palencia.

El aire olía a pan y anises, pero eso quizás lo cuente mañana.


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