DÍA DÉCIMO NOVENO. TOCAR LA PARED


Una vez oí decir que hasta los cuarenta somos capaces de leer un libro aunque no nos guste, ver una película aunque sea mala o pasar una tarde aburrida con alguien que no nos interesa nada, pero que a partir de esa edad que yo defino como "tocar la pared" (ahora lo explico), abandonamos la lectura de un ejemplar que no nos atrapa, nos salimos del cine o buscamos otra cosa en la plataforma de turno y, por supuesto, bajo cualquier escusa abandonamos una mala compañía para irnos a otro sitio o con alguien que nos satisfaga. O nos quedamos solos tan ricamente.

Es el concepto de la finitud del tiempo el que nos hace comportarnos de esa manera. Cuando estamos en una edad en la que consideramos que somos eternos, no nos importa perder el tiempo en un momento dado pero cuando llegamos a un tramo vital en el que comenzamos a comprender que esto de la vida va deprisa y que el tiempo es el único patrimonio que, por mucho que nos empeñemos, no va a crecer un solo segundo, elegimos mejor en qué invertimos los minutos que disponemos para nosotros mismos.

Lo de "tocar la pared" es la forma con la que me gusta definir el momento en que llegamos a lo que podríamos considerar la mitad de la vida. Seguramente todos, cuando éramos niños, hemos jugado a correr hasta una pared y volver al lugar de salida. Ese era el recorrido habitual de las competiciones de velocidad que llenaban algunas tardes en mi barrio. La tapia blanca frente al edificio donde vivíamos servía un elemento más en nuestros juegos. Corríamos hacia ella, tocábamos con una mano y volvíamos al punto de partida donde, con una raya en la tierra, habíamos marcado el lugar de partida y llegada. La tapia era la mitad del recorrido, el punto de inflexión, seguramente la primera referencia para valorar qué posibilidades teníamos de ganar la carrera.

Los cuarenta, más o menos, representan eso. La pared que tocábamos de niños antes de seguir corriendo en lo que. a partir de ese momento, era la vuelta.

Con los años se supone que aprendemos a valorar las cosas que consideramos importantes y que eso nos da la experiencia suficiente para tener una posición en la vida que convenimos en definir como "estar de vuelta de todo", es decir: a medida que va pasando el tiempo desde que tocamos la pared, más cerca estamos de la llegada y, por tanto, más cosas hemos visto en el trayecto.

Las décadas siguientes a los cuarenta, que es cuando tocamos la pared, las podríamos definir como "no voy a quedarme con las ganas", que correspondería a los cincuenta, la del "cuántas veces..." que sería la de los sesenta, teniendo en cuenta que la pasamos haciendo números sobre cuántas veces tendremos ocasión de hacer las cosas que hacemos y la de los setenta, que seguramente podríamos definir con la famosa frase de "para lo que me queda en el convento...".

A partir de ahí no me atrevo a aventurar cuál sería el resumen del pensamiento de la década siguiente, aunque lo mejor que se me ocurre para ello es otra frase que todos conocemos. La década de los ochenta será seguramente la de "no se preocupen, conozco la salida".

El balcón en el sexto piso sobre los cinco carriles vacíos de la Av. Callao recibe el sol de otoño de Buenos Aires y una brisa suave y limpia alivia la ansiedad de tantos días entre cuatro paredes. Quiera el destino que tengamos oportunidad de completar una larga carrera.

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