DÍA DÉCIMO QUINTO. VELAS, INCIENSO Y HUESOS DE SANTO.


El Domingo de ramos era la luz del sol radiante y el aire frío de un invierno aún por irse, que inundaba las calles de Palencia a media mañana. Era levantarse pronto y tenerlo todo listo para salir después hacia Lope de Vega, donde la cofradía del Santo Sepulcro tenía su sede y desde la que después, en formación organizada, salía la primera procesión de la semana santa. La de la Borriquilla, la que todo el mundo veía subido a los bordillos de las aceras de la calle Mayor.

Cargado con una palma que me doblaba el tamaño y que a duras penas mantenía sobre mi hombro, desfilaba de la mano de mi padre por el itinerario, atento para detenerme en cada uno de los descansos de la comitiva y, sobre todo, a no sacarle el ojo a ninguno de los espectadores con alguna de las puntas de la hoja de palma que daba bandazos de un lado a otro en cada uno de mis movimientos.

Terminado el desfile, acudíamos a que nos dieran el "pan con anises", que yo consideraba una recompensa. En realidad era una réplica a pequeña escala del pan común, cuya harina se había mezclado con anises, que le aportaba un sabor dulce y especial. y el desfile se realizaba sin el capirote, destinado a los días siguientes, llenos de procesiones de mayor recogimiento, más dramáticas. El domingo era el día más festivo, en el que algo debía estrenarse, lo que fuera: una ropa, un adorno, un utensilio. El domingo de ramos, quien no estrena nada, se queda sin manos, decía la frase popular.

El resto de la semana las procesiones eran más dramáticas, más graves, de mayor importancia para un niño como yo, que a los cinco años, esta vez desde dentro de un capirote de cartón y tela que me permitía ver por dónde iba a través de los dos agujeros abiertos a la altura de mis ojos, mantenía en la medida de lo posible la formación obligada en una hilera que me parecía interminable, en la que los mayores llevaban un farolillo con una vela encendida dentro y, los más pequeños, una vara en cuyo extremo figuraba el escudo del Santo Sepulcro.

Un grupo de mujeres, ataviadas de negro y con una mantilla del mismo color, rezaban el rosario detrás de una carroza que reflejaba la oración del huerto. El olor del incienso se extendía por toda la calle y se mezclaba con el de las flores que adornaban los pasos. Al fondo, el sonido de una marcha fúnebre en los instrumentos de la Banda de Música se veía ahogado repentinamente por las cornetas de cualquiera de las bandas de las cofradías y, cuando se hacía el silencio, en el que los pasos acompasados de los pies descalzos de los cofrades rozando el asfalto eran el único sonido en la noche, repentinamente, de entre las filas, entre túnicas de diferentes colores, salía uno de ellos para colocarse en el centro de la formación, haciendo sonar una trompeta de tubo largo, con un sonido grave, interminable, como un quejido.

La comitiva se había detenido unos instantes, escuchando la trompeta. Al pronto se oía el golpear de una tecla sobre la madera de uno de los pasos. La escultura que iba sobre una plataforma, llevada por más de veinte porteadores, se levantaba súbitamente y de manera acompasada, hacia uno y otro lado, siguiendo el ritmo del repiqueteo de las cajas y tambores, para continuar el trayecto entre los capirotes, los farolillos y el humo del incienso, en la noche fría de la ciudad.

Cansado, con el sonido de mi bastón metálico golpeando el asfalto al ritmo de mis pasos, volvía a casa de noche con mi padre. Al llegar, además del calor de la caldera de carbón y leña que mi madre había avivado para combatir el frío, nos esperaban los "huesos de santo", los dulces de mazapán, rellenos de yema que, dispuestos sobre la mesa, ponían fin a la jornada.

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