DÍA DÉCIMO SEXTO. ANTES DE LA FRONTERA

El
asfalto se derretía con el calor del verano en la carretera que transitaba
entre Cáceres y Mérida, al paso por Extremadura, en la Ruta de la Plata que los
romanos utilizaron para llevar mercancías de norte a sur de España y antes
incluso, los pastores usaron para buscar pastos para su ganado en lo que se
conoce como "la trashumancia". Los neumáticos del seat 124 blanco de
finales de los '70 sonaban al rodar con cierta inestabilidad sobre el puré
caliente y negro en el que se convertía el borde de la ruta. El olor de la
jara, mezclado con el aroma de la paja seca del trigo cosechado entraba por la
ventanilla. Dentro, Kenny Rogers cantaba The Gambler en la vieja radio. En el
asiento trasero, dentro de un estuche rígido, mi compañera inseparable, una
Ibánez de cuerdas de nylon, mi guitarra, viajaba conmigo en lo que a mis
veintipocos años era la ruta hacia la libertad.
La
música constituyó el soporte de mi educación y la columna vertebral sobre la
que se cimentó, para bien o para mal, la persona que hoy veo en mi espejo por
las mañanas. Quiso el destino que desde mi adolescencia hasta bien iniciada mi
madurez, gran parte de mis días estuvieran llenos de instrumentos, cables,
estudios de grabación y carretera a cualquier hora del día y de la noche, sobre
todo de la noche. He recorrido kilómetros por lugares que, en muchos casos,
sería incapaz ahora de encontrar. Mi memoria recuerda escenas que, al igual que
un álbum fotográfico, reproducen secuencias de mi vida en escenarios a los que
no sé cómo se llega. Pero sobre todo, quiso la vida que en ese tiempo el
contacto con gente de diferentes lugares, modos de vivir distintos, formas de
entender la vida particulares, fuera esculpiendo mi personalidad y me aportaran
mi propio modo de concebir el mundo.
He
dormido en casa de personas que ya no están en mi memoria, pero también lo hice
en otras cuyos dueños son ahora mi patrimonio afectivo, que se convirtieron en
mis amigos y a los que ahora, en esta reclusión sobre los cinco carriles de la
Av. Callao, sigo recurriendo en busca de la estabilidad emocional tan necesaria
en estos tiempos. Ellos forman parte de mi epidermis y mi esqueleto porque, a
fin de cuentas, uno está hecho a base de cinceladas de aquellos en los que se
apoya.
Hubo
un tiempo, antes de la frontera, en el que no había miedo de estar cerca, de
abrazarse. De comer del mismo plato, compartir un cigarrillo o beber cerveza de
la misma jarra. Ese tiempo en el que, después de transitar kilómetros y
kilómetros por la red de carreteras de un país por desarrollarse, el contacto,
aunque fuera breve en tiempo era directo, intenso y generoso en el fondo y se
fortalecía después con la caligrafía sobre el papel, en aquella época sin
teléfonos móviles ni pantallas multi media, en la que los sentimientos viajaban
de un lado a otro metidos en un sobre.
Al
volante del viejo 124, bajo el calor de aquel verano del '79 la vida era eterna
y la libertad era un concepto indiscutible. Hoy, sentado en el balcón, sólo
viaja la mente por el trayecto que marcan los recuerdos y la libertad un daño
colateral.
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