DIA NOVENO. LAS PINZAS DE LA ROPA
Sobre
la mesa del comedor hay cinco pinzas de la ropa, no sé cómo se llaman en
Argentina, son esos ganchos de madera o de plástico duro que se utilizan para
colgar la ropa recién lavada para secar. Ayer llovió, esta madrugada también y,
como el tiempo amenaza con traernos finalmente un otoño húmedo, hemos desistido
de poner a secar la ropa afuera y ahora lo hacemos en un tendal de esos que
venden en las ferreterías, tan anti estéticos como prácticos, de los que se
pliegan y extienden, de modo que podamos disponer de cambio de ropa cotidiano,
teniendo en cuenta las circunstancias que nos tienen enjaulados como los
pájaros de los coleccionistas.
Cuando
era pequeño, mi madre tendía la ropa en el balcón del tercer piso del edificio
en que vivíamos, al fondo de una calle, frente a una antigua lechería. También
lo hacía en la fachada de atrás en unas cuerdas que mi padre había instalado,
fijando una estructura metálica junto a la ventana de uno de los dormitorios y
en la cocina. Muchas vecinas aún lavaban las sábanas y las posaban después,
estiradas, a secar sobre la hierba del descampado que teníamos delante, al otro
lado de una tapia blanca que marcaba la línea del diseño urbano, si es que se
podía llamar así a un fondo de calle que no tenía asfalto y que moría sobre el
muro de una casa vieja en cuyo patio se levantaba un inmenso moral.
Pero
a mi madre no le gustaba poner la ropa sobre la hierba así que, después de
comprar la primera lavadora automática y una secadora que hacía el trabajo de
centrifugado, un profundo balde de plástico de color rojo acumulaba las prendas
que iba luego colocando en las cuerdas, asegurándose de que no caerían a la
calle con unas pinzas de madera que tenían un muelle fuerte que las sujetaba.
Me gustaba situarme detrás de ella para ir dándoselas, de dos en dos y facilitarle el trabajo. Ella
las tomaba, colocándose una en la boca mientras con ambas manos acomodaba la
ropa húmeda sobre las cuerdas. Aún puedo recordar el sonido de la polea, a
medida que mi madre iba tirando de ellas para después sujetarla de manera que
el tejido se arrugara lo menos posible y evitar así mayor trabajo con la
plancha.
Siempre
había más pinzas de las necesarias. Y las sobrantes me servían para pasar la
tarde jugando a desarmarlas y armarlas,
o a construir un tirador con el que lanzar pequeños coches de juguete,
ayudándome con el muelle y una goma. El cesto de las pinzas, un recipiente de
mimbre marrón, que en otro tiempo sirvió de panera para la mesa, estaba siempre
lleno de aquellos objetos de madera que hoy en día, después de tantos años,
continúan siendo imprescindibles para una tarea que, en estos tiempos de
profundos cambios en las costumbres y los modos de vivir, apenas se ha
modificado.
Hace
un rato, mientras miraba desde mi atalaya hacia la mesa donde comemos,
trabajamos y hacemos gran parte de la vida en nuestra casa, pensé que estos
días todos decimos que el mundo ha cambiado,
que diariamente se producen modificaciones en cosas que antes hacíamos
de una manera y repentinamente mutan. Que este virus que nos ha puesto a todos
en cuarentena establecerá un antes y un después. Todo cambia, que diría la
Negra Sosa, menos las pinzas de la ropa que siguen presentes y necesarias en
todas las casas.
Si
algún día hacemos un repaso de aquellas cosas que nos unen a todos, al margen
de nuestra cultura, ideología o el lugar geográfico del que procedamos, una de
ellas, definitivamente, serán las pinzas de la ropa.
Propongo
agregarla a la lista que deberíamos estar haciendo ya para, una vez que esto
termine, establecer un mundo apoyado en las cosas que tenemos en común, en
lugar de aquellas que nos separan.
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