DIA PRIMERO. INCERTIDUMBRE
El
sonido de un helicóptero volando sobre los edificios del centro de Buenos Aires
nos despierta por la mañana. De pronto, una sirena de ambulancia se escucha
llegar desde el cruce de las Avenidas de Callao y Santa Fe y se pierde a los
pocos segundos hacia la Avenida del Libertador, camino de algún centro
sanitario. La capital argentina, esa urbe con un ámbito de influencia de veinte
millones de personas, presenta un aspecto semidesértico.
El
Gobierno decretó el confinamiento de todo el mundo en sus casas, con las
consiguientes excepciones. Salgo al balcón y dos abuelas que no le tienen miedo
a la muerte, pasean en ropa de gimnasio por la acera de enfrente, camino de
vaya usted a saber dónde a esas horas. El aire parece más limpio y menos
cargado y los cinco carriles bajo mi balcón situado en un sexo piso, están
vacíos.
A
los diez mil ciento veinticuatro kilómetros de distancia que separan mi atalaya
y la meseta que me vio nacer en la que conservo buena parte de mis recuerdos y
afectos, a la sensación de incertidumbre e impotencia que supone vivir en una
película de ciencia ficción en la que un virus desconocido asola el planeta
poniendo en riesgo la supervivencia humana, a esa especie de malestar
indefinible se une el otro, el emocional, ese que hace que permanezcas triste
porque no estás cerca de quien te gustaría.
Parte
de los míos están conmigo, por supuesto, pero están también los otros, los que
forman parte de mi epidermis personal. Algunos tienen fiebre, han pasado ya por
el hospital y luchan contra una enfermedad que se les ha instalado en mayor o
menor grado. Otros, los más cercanos afectivamente, ocupan mi pensamiento todo
el día mientras confío en la suerte y la estadística esperando que nada malo
les suceda y que esta pesadilla sea para ellos lo más leve posible. La suerte y
la estadística, en situaciones como la que estamos viviendo, suelen ser un
consuelo fácil pero, realmente, no se me ocurren muchos más.
Dicen
que siempre que llega una mala racha lo mejor que uno puede hacer es pensar que,
a fin de cuentas, todo podría empeorar. Por ahora, en esta especie de
confinamiento que me convierte en un náufrago sobre el parqué de mi casa, a
veces pienso que en el fondo, a la naturaleza el importan un bledo nuestros
padecimientos, que la tierra seguirá viviendo millones y millones de años sin
nosotros y que no somos más que una anécdota (desgraciada anécdota si nos
atenemos a los resultados) en su historia particular. Pienso también que, del
mismo modo que aparecimos en un momento dado podríamos desaparecer como lo
hicieron tantas especies antes de la nuestra.
Hay
quien habla también de una Tercera Guerra Mundial. A lo largo de la historia
los seres humanos primero nos matábamos a pedradas, después a espadazos y heridas
de flecha, luego mantuvimos la distancia y lo hacíamos con proyectiles y, en
esa constante evolución de nuestra obsesiva compulsión por hacerle daño al
vecino, hemos llegado a una fase en la que las armas son invisibles y
seguramente, cuando éstas hayan hecho su trabajo, vendrán otras, esas que obligarán
a los supervivientes a malvivir sin mayores derechos que los que tenían los
antiguos esclavos.
Y,
mientras tanto, mientras vemos si desaparecemos o no, en tanto buscamos una
explicación a la obsesión por llenar las casas con papel higiénico o cómo es
posible que haya tantos cantantes de ópera en cada barrio y que no lo
supiéramos antes, miramos el televisor a la espera de que el pico llegue, la
curva se aplane y podamos salir a tomar una cerveza al bar de la esquina. Con
unas gambitas, sí señor, que un día es un día.
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