DÍA TERCERO. BUENA GENTE E HIJOS DE PUTA.
Lo
diré cuanto antes: cuesta menos ser buena gente que un hijo de puta.
Perdón
por la claridad de concepto, pero aquí, sentado en mi butaca, en la terraza de
mi casa, me ha dado por pensar que, en
situaciones como la que atravesamos, a la gente le sale más, de forma
instintiva el duende bueno que el malo. Es como si le hiciéramos más caso al
que, sentado en uno de nuestros hombros, nos aconseja la solidaridad, los
buenos sentimientos, el interés por los otros, que al otro, que lejos de
acomodarse en nuestro músculo trapecio, se pone de pie y le habla directamente
a nuestro oído tratando de convencernos de que, a fin de cuentas, la vida es
una carrera de obstáculos en la que para ganar hay que derrotar a alguien.
Estos
días nos acordamos más de los amigos. Los buscamos. En medio de nuestra
particular rutina diaria, encerrados entre cuatro paredes, buscamos un momento
para hablar con ellos, nos interesamos por su salud, por la de sus familiares.
Pero vamos incluso más allá. Pensamos además, si a alguno de nuestros vecinos
les hará falta algo a lo que no puedan acceder, o si la pareja de ancianos de
dos pisos más arriba estarán bien y no necesitarán quien los cocine, por poner
un ejemplo. Estamos dispuestos a arriesgar un poco, si es preciso, nuestra
seguridad tras los cerrojos de la puerta de nuestra casa, con el fin de ayudar,
de hacer algo por los demás. Nos emocionamos todos los días en la hora en la
que salimos a los balcones a ovacionar a quienes desde la primera línea de
defensa dan la batalla al enemigo que golpea sin descanso.
Reconozcámoslo:
somos, básicamente, buena gente en el sentido machadiano del concepto.
Ahí
abajo, en el asfalto que ahora permanece semi desierto, cuando todos íbamos de
un lado para otro con prisa y gesto como de ir a hacer cosas importantes (dónde
habrán quedado ahora muchas de esas cosas importantes), apenas nos mirábamos
unos a otros. Pasábamos invisibles a la vista de la multitud que se apelotonaba
en las entradas del transporte subterráneo, o subía en los autobuses urbanos, o
hacía cola ante la caja del supermercado. Eramos invisibles. Ahora, de repente,
nos entra curiosidad por la realidad que cada cual tiene tras las ventanas de
los vecinos del barrio y a veces sale a borbotones por ellas la vida que bulle
en cada casa.
Tanta
gente se asoma a los balcones que si somos listos, reinventaremos las tertulias
de silla de mimbre en la puerta de la casa, aquellas que los vecinos de los
pueblos mantenían en las últimas horas de la tarde, cuando el calor del día
aflojaba. En lugar de hacerlo sobre la acera de la calle, charlaremos a
diferentes alturas, de balcón a balcón, de ventana a ventana, como en los
patios de luces, en los años sesenta, ahora que como no usamos ascensores, las
relaciones entre los habitantes de los edificios han vuelto.
A
ver si va a ser cierto eso de que es más fácil ser buena persona que un hijo de
puta. Alguien me decía hoy: estoy ilusionada porque cuando esto termine todo
cambiará a mejor. Igual tiene razón. Lo mismo nos acostumbramos al buen trato,
al interés y a las ventajas que comporta la solidaridad y de ésta nos volvemos
mejores personas.
Aunque
hijos de puta van a seguir existiendo siempre. Lo que ocurre es que seguramente
va a ser más sencillo localizarlos. Luego, que cada cual sepa lo que tiene que
hacer con ellos.
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