DÍA VIGÉSIMO OCTAVO. EL MONSTRUO DEJA AGUJEROS.
En
todos estos días en los que el balcón sobre los cinco carriles vacíos de la Av.
Callao de Buenos Aires constituye mi única ventana al mundo, nunca me había
puesto de verdad a hacer un balance de lo que el monstruo que nos encerró bajo
llave en nuestras casas ha provocado hasta ahora en mi entorno. Yo lo llamo
monstruo y eso que es diminuto, invisible a la vista, será porque la referencia
que tenemos de los monstruos nos llega de los cuentos que nos contaban de
niños, en los que un enorme ser, de rasgos estéticamente desagradables,
amenazaba nuestras noches y nos impedía conciliar el sueño.
El
monstruo ya se ha llevado varios compañeros de viaje. Protagonistas de fases de
mi vida, en las que compartí viaje con ellos, noches de insomnio, ilusiones,
proyectos, amistad, incluso relación familiar. En algún momento dije que si
salimos de ésta, cuando miremos a los lados veremos los agujeros que nos ha
dejado en el alma esta pandemia, que no
trae sólo enfermedad física, sino que además deja huecos que no vamos a saber
muy bien cómo tapar.
De
niño tenía tres referentes masculinos importantes. Eran los más cercanos. Mi
padre, su hermano, un tipo con planta de actor de películas de cine negro de
Scorsese y Javier, mi tio, el marido de una hermana de ambos. Cuando los
recuerdo mi memoria acude al instante
junto al río en los veranos, en El Sotillo, un lugar en el que pasábamos
los domingos de calor en ese tiempo en que no había piscinas y viajar hasta la
playa era un sueño imposible. En la hierba, a la sombra de un árbol cercano al
agua, tomábamos el sol y esperábamos las dos horas obligadas de digestión,
antes de meternos en el agua. Eran tiempos de ensaladilla rusa y tortillas, de
bocadillos de chorizo barato por las tardes y de conformarse con poco en la
vida y de aprender que lo importante no estaba en tener, sino en ser.
Recuerdo
las reuniones familiares, las tardes de sobremesa de domingo, las miradas de
cariño con que Javier y Elena, su mujer, que regentaban una carnicería en el
Mercado Central, se encargaban de que nada faltara sobre la mesa. Si cierro los
ojos puedo sentir aún el calor interno de las navidades con villancicos, los
regalos, las propinas de los domingos...
Y
así fuimos tejiendo lazos internos que nunca se rompieron cuando crecimos,
entre los que salimos de la ciudad y los que se quedaron, cuando cada uno
atendió su vida. Hoy, en El Sotillo hay un Pabellón de Deportes, todos nos hicimos mayores y el contacto directo y
estrecho se fue convirtiendo poco a poco en encuentros esporádicos en los que
ponernos al día. Pero siempre quedó ese poso, el cimiento que sostiene los
afectos, el gesto que hace sobre entender que hay códigos que no se nos han
olvidado y que en aquellos años, ellos se encargaron de tejer un ropaje
invisible que hoy nos abriga a todos.
Mi
padre y su hermano con pinta de actor se fueron hace tiempo. Javier lo hizo hace
dos días. La crueldad del monstruo que nos tiene encerrados bajo llave provocó
que se fuera solo, sin la compañía de alguien que lo tomara de la mano, sin
velatorio y sin el abrazo entre aquellos que tuvimos la suerte de compartirlo.
Algún
día miraremos a ambos lados y veremos los agujeros que el monstruo ha provocado
en nuestro pasado, en nuestra historia. Y tendremos que taparlos de algún modo
porque ese será la forma en que podamos pensar en quienes que los ocuparon con
una sonrisa en los labios.
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