DÍA VIGÉSIMO SÉPTIMO. LA LIBERTAD Y LA JAULA
Algunos
días solo quieres salir al balcón, sentarte en la butaca y esperar. No sé muy
bien a qué, pero esperar. Algunos días, lo único que pretendes es que el aire
fresco del otoño se lleve la sensación de tristeza que se instala poco a poco y
te aprieta el dogal en el cuello evitando que respires tranquilo. Debe ser
parecido a lo que dicen que les pasa a los pájaros que, desde dentro de la
jaula, ven el mundo que los rodea pero no pueden salir a disfrutar. Y, sin
saber muy bien por qué, una sensación de tristeza les invade hasta el punto, en
ocasiones, de matarlos.
He
tenido pocos pájaros en mi vida y siempre de niño o durante mi adolescencia. El
primero que recuerdo era un jilguero cuya jaula colgábamos en la pared de
ladrillo que marcaba la anchura del balcón, apenas metro y medio de aire libre
en el tercer piso de aquel edificio frente a la tapia blanca, esa que separaba
la calle sin asfaltar de la hierba en la que reposaban a secar, blancas y
recién lavadas, las sábanas del vecindario. Desde allí se veían, al frente, las
agujas de la catedral y un poco más a la izquierda, la espadaña de San Pablo.
Las cigüeñas iban y venían en época de buen tiempo, que es cuando el jilguero
salía con la jaula a cantar, colgado con su casita de barrotes de alambre sobre
un clavo de cabeza plana, metido en la pared a través de la junta de cemento
que aseguraba los ladrillos.
Y
así pasaba las tardes, desde la sobremesa al anochecer, de un lado para otro de
su jaula, con el inconfundible sonido de su aleteo en un ir y venir, del
columpio central al comedero y desde allí al depósito del agua. Y, a veces, le
escuchábamos cantar con un trino limpio y potente, aportando sonido de campo a
la siesta de buena parte del vecindario.
A
mi me parecía que el jilguero no estaba contento con el espacio que su jaula le
proporcionaba y pensaba que todos nosotros, a fin de cuentas, vivimos en una
pajarera más o menos grande, de la que salimos para siempre volver porque, nos
guste o no, la mazmorra termina por darnos seguridad. Así que, estableciendo un
paralelismo entre humanos y aves, decidí abrir la jaula con el fin de que mi
compañero pudiera salir a dar un paseo y volviera más tarde, quizás al
anochecer, para cenar y dormir tranquilo.
No
volvió. Seguramente encontró un lugar mejor o, como trataron de explicarme
luego, cuando mis padres vieron la jaula vacía y la puerta abierta, era posible
que el jilguero fuera presa de cualquier predador al acecho. Nunca lo supe,
nunca quise saberlo.
Pero
a mi lo de la jaula siempre me pareció un atentado y el canario que llegó a
casa tiempo después fue entrenado para entrar y salir de ella, en el interior
de la vivienda, por supuesto. Pasaba grandes ratos en libertad de un lado para
otro, de la galería en la que le daba el sol por las mañanas a la cocina
aledaña, donde se posaba sobre los armarios mientras cantaba apaciblemente. En
ocasiones venía a ver televisión, posado sobre el hombro de cualquiera de
nosotros, mientras le dábamos de comer de la mano. Lo que podríamos llamar un
esfuerzo de entendimiento entre dos especies diferentes, un intercambio de
favores: comida y alojamiento por entretenimiento y el sonido alegre del trino
majestuoso.
Nunca
contamos, por supuesto, con el peligro que tiene un aspirador para el polvo
cuando entra en funcionamiento con un canario en libertad.
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