DÍA VIGÉSIMO SEXTO. PÉRDIDAS Y GANANCIAS.


Se inicia una semana más en este confinamiento al que el mundo se ha visto obligado. Un nuevo orden, una nueva forma de entender las cosas, un método diferente a través del cual vamos a tener que organizarnos porque, a pesar de que poco a poco ensayemos la vuelta a lo que antes conocíamos como la normalidad, el mundo ahí fuera, al otro lado de la reja del balcón o de la pared del patio, la vida no volverá a ser la misma.

Desde el balcón sobre los cinco carriles vacíos de la Av. Callao de Buenos Aires contemplo un día gris de otoño porteño. Y me pregunto, después de semanas confinado con una visión tan escasa y parcial del mundo como la que me proporciona aquello que puedo dominar con la vista desde mi atalaya qué cosas habremos perdido para siempre cuando finalmente podamos ir un poco más allá del portal de nuestra casa y cuáles podremos rescatar, que nos recuerden aquello a lo que estábamos acostumbrados. Muchas de aquellas cosas que antes nos parecían incluso incómodas ahora nos resultan un objetivo atractivo y quizás inalcanzable.

¿Perderemos para siempre la proximidad del abrazo? ¿Nos acostumbraremos a la distancia fría del contacto con los amigos a través de una pantalla? ¿Tendremos que cambiar el momento del café y la tertulia ruidosa en los bares, en los que el bullicio y el ruido de tazas, el apoyo casual con el brazo en el hombro del compañero, formaban parte del paisaje y el alimento emocional y sustituirlo por una taza de café junto a un teclado como elemento socializador? Pensándolo bien, ya no nos parece tan raro el sistema de video conferencia para reunirnos con los amigos, incluso con los familiares. ¿Será este el método que se generalizará a partir de ahora?

¿Qué pasará con los amigos que llegaban de paso y se quedaban en casa una noche, aquellos con los que compartíamos una cena alrededor de la mesa para ponernos al día de noticias y afectos? ¿El miedo a la proximidad y el peligro terminará con eso también? ¿Y las visitas inesperadas? ¿y las fiestas sorpresa?

¿Volveremos a dejar a nuestros niños en casa de sus amigos para hacer una fiesta de pijamas o para asistir a una fiesta de cumpleaños multitudinaria? ¿Les dejaremos los libros prestados a nuestros amigos sin un gesto de temor ante la posibilidad de que vuelvan siendo un peligro? Cómo sabremos si en cada casa que visitemos, cada lugar al que asistamos, se siguen las estrictas medidas que dictarán las autoridades sanitarias en materia de seguridad? ¿Cuánto tiempo pasará realmente hasta que la herida abierta se cierre y la confianza haga que volvamos a relajarnos y disfrutar el momento?

Esta tristeza que subyace en nuestro interior a pesar de las sonrisas, los bailes en los balcones, los aplausos, los vídeos remitidos por WhatsApp, el humor negro, esta puñalada en el alma que llevamos dentro a pesar del optimismo, los ánimos entre los amigos, esta imposibilidad de respirar a pleno pulmón porque en el fondo todos estamos heridos... ¿se irá alguna vez?

Dicen los expertos que cuando todo esto pase quedará la herida colectiva e individual que dentro de cada uno de nosotros deja el shock traumático, la secuela que todo accidente deja en cada inconsciente. A mi me da mucho más miedo perder para siempre la ilusión por las cosas, sentir que, como seres humanos, a pesar de encontrar una vacuna que nos libere del virus, salgamos de esta batalla derrotados por dentro.

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