DÍA VIGÉSIMO TERCERO. LA DAMA ORGULLOSA.


En Buenos Aires el clima se ha empeñado en añadir un elemento más que contribuye a hacer este confinamiento más largo y penoso: el sol brilla en un día claro y libre de contaminación y, a través del balcón, sobre los cinco carriles vacíos de la Av. Callao, entra iluminando la estancia y aportándole ese color que tienen los días en los que apetece salir a dar un paseo y sentarse en una terraza a comer, o tomarse una cerveza. Mientras miro por encima de la barandilla la calle quieta y libre de circulación y de gente, pienso en aquellos días, recién llegado a esta ciudad hace ya más de ocho años, cuando paseaba sin rumbo, que es como caminamos los llegados a cualquier parte a los que nos interesa más encontrarnos con las cosas que ir a buscarlas y me sentaba en cualquier esquina porteña, donde se toma café sin prisa y se debate sobre cualquier cosa.

Yo venía del silencio de las calles vacías a las nueve de la noche en invierno. De un lugar sobrio en el que, al despertar, aún se escuchaban los pájaros y donde se puede ir a cualquier parte con tus pies como vehículo para hacer mil cosas porque el tiempo era de chicle y se estiraba hasta el punto de poder llenar una mañana con varias actividades, disponiendo aún de espacio para comprobar que los amigos seguían bien a lo largo de una charla con una copa de vino en la mano.

Buenos Aires me esperaba ruidosa, llena de vida, frondosa y exuberante. Excesiva y sonriente como una mujer que sabe que en su desmesura se encuentra su atractivo. Bajo la corteza de la prisa, la locura colectiva del tráfico en sus avenidas y la policromía no siempre aceptada de sus moradores, se encuentra la oportunidad de aprender que los principios inalterables no son más que una forma de hacerse la vida imposible y que todos, en cualquier parte del universo, instalamos en nuestras sociedades eso que llamamos "grandes verdades" que a todos nos funcionan, pero que no tienen que ser las mismas en todos los sitios.

Buenos Aires es el sol que te ciega cuando cae al atardecer en un extremo de la Av. Corrientes mientras te inunda el aroma de la pizza al corte o las empanadas de carne o de humita al llegar a la plaza del Congreso. Es la hilera de gente que espera con paciencia para saborear un café en el Tortoni o se sienta en Los Angelitos para ver bailar tango, o la que mira desde el otro lado de los cristales de La Biela cómo el tiempo se detuvo unos pocos metros más allá, en el Cementerio de la Recoleta, ese Museo de Escultura al aire libre donde el silencio reina entre los que duermen el sueño eterno junto a la plaza en la que un enorme gomero, que lleva allí desde antes de que Argentina existiera, descansa sus centenarias ramas sobre los hombros de un Atlas que carga con su peso en perfecta metáfora que describe los tiempos que corren. Mientras lo sostiene, observa cómo la vegetación, como un mar verde desbordado, se vuelca sobre la Av. Libertador con la torre de la Basílica del Pilar, blanca y humilde, como única vela de embarcación conocida.

Desde mi lugar en el balcón apenas se ven tejados, incluso no hay mucho cielo que pueda divisarse. Tengo, por tanto, que hacer memoria y recordar el sonido de mis pasos en el Pasaje Zelaya, territorio de Gardel, junto al Abasto, mientras espero que vuelva el momento en que mis pies me lleven de nuevo por cualquiera de las veredas de la Dama orgullosa del Río de la Plata.

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