DIA TRIGÉSIMO SEGUNDO. EL BALONCESTO
Me
estoy acordando de cuando iba a ver los partidos de baloncesto en mi lugar de
origen, en el viejo Pabellón de Deportes, ahora remozado y en esplendor, de
Palencia. La ciudad, lo explico para aquellos que no hayan viajado nunca a esa
zona, se encuentra en el corazón de Castilla y León que, para entendernos
rápidamente, es la franja de territorio que está más arriba de Madrid y debajo
de Asturias y Cantabria, donde se encuentra el mar. A mi me gusta, cuando me
preguntan, explicarlo de la siguiente manera: si tiras una línea perpendicular
desde Madrid hacia el norte, hasta llegar al mar, en la mitad de ese trazo está
Palencia. Una tierra sembrada de castillos medievales y espadañas románicas y
góticas con un paisaje que recuerda a la Toscana, sobre todo en primavera, y
con pueblos poco distantes unos de otros, en los que habitan filósofos sin
carné, acostumbrados a expresarse con pocas palabras porque tienen el sentido
común grabado en su cerebro. Por eso llaman al pan, pan y al vino, vino, que
viene a ser como decir que no hay que darle vueltas a las cosas porque, a fin
de cuentas, si se muestran claras se entienden mejor.
Sentado
en el balcón sobre los cinco carriles vacíos de la Av. Callao de Buenos Aires,
ahora que el otoño nos trae lluvia, pienso en la diferencia no solo en el
ambiente y la fisonomía de una urbe con otra, que resulta incomparable, sino en
lo distinto que es el clima en un lugar y en otro. Aquí dicen que mata la humedad,
allí el aire es tan seco como nuestra forma de hablar. El viento, aunque no se
ve, es un ingrediente más del paisaje porque contribuye a herir las fachadas de
las casas, antaño construidas de adobe, lo que daba a los pueblos un aspecto
que al mirarlos a distancia, parecerían salir de la misma tierra. En algunos de
ellos aún es posible volver a casa al abrigo de sus recovas centenarias, cuyos
postes de madera resisten el paso del tiempo.
Frente
a la acumulación de cristal y hormigón que tengo ante mis ojos en mi balcón, lo
que me impide ver cualquier cosa que se encuentre más allá de media cuadra,
noto la ausencia de paisajes más abiertos, más lejanos, en los que se mezclan
sobre los tejados de arcilla de edificaciones de dos plantas, el ocre de la tierra
con el gris plomizo en los días de invierno, adivinándose a lo lejos, entre la
niebla, una hilera verde de olmos que acompaña el caminar tranquilo de un río
muchas veces seco, pero que en primavera, con el derretir de la nieve, recobra
vida.
A
media mañana el aroma de la madera quemándose en la chimenea inunda el
ambiente. Y luego, cuando el reloj de la iglesia tiene sus manecillas señalando
al cielo, se incorporan los olores del ajo que se dora en la cazuela de barro
puesta a la lumbre, esperando el pan de ayer que convertirá luego en sopa que
calienta por dentro.
Por
la tarde, la gente vuelve de sus quehaceres y se encuentra en los lugares
comunes ante una copa de vino y una charla animada, que se diluye con la
llegada de la noche. Entonces, el silencio se extiende como un denso manto que
todo lo cubre y que solo altera el ladrido de un perro bajo una farola,
buscando el camino a casa.
Sentado
en el balcón sobre los cinco carriles vacíos de la Av. Callao de Buenos Aires, recuerdo
cuando iba a ver los partidos de baloncesto al Pabellón de Deportes de
Palencia, mi tierra. No sé muy bien a qué venía ésto...
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