DÍA TRIGÉSIMO TERCERO. LA CALLE


Hoy salí a la calle y pude caminar algunas cuadras por los lugares habituales, esos que marcaban el trayecto cotidiano hacia mi oficina, antes de que el monstruo nos encerrara bajo llave, entre cuatro paredes.

Han pasado seis semanas desde que al final del verano austral la cerradura de la puerta se cerrara de un modo que sonaba eterno. Y desde entonces no ha habido más allá de dos o tres oportunidades para ir a hacer la compra, en un camino corto y directo hasta el supermercado. Pero hoy he dado un pequeño paseo. La verdad es que no me veo repitiendo un itinerario obsesivo desde la cocina hasta el dormitorio de mi casa, contando los pasos por el pasillo hasta hacer un número de vueltas al circuito improvisado que esté de acuerdo con lo que la aplicación de mi teléfono dice que es saludable.

El otoño en Buenos Aires se hace evidente y el ocre de las hojas que cayeron de los árboles se amontona en las orillas de las aceras, junto al cordón de las veredas, como dicen por aquí. Apenas me he cruzado con unos pocos viandantes que iban y venían a sus cosas. Teniendo en cuenta que ahora vamos todos cubiertos hasta los ojos, trato de fijarme bien por si reconozco en la mirada de alguno de ellos algún vecino y he de saludar para no quedar como un mal educado.

Una chica que pasea a su perro me saluda sin conocerme cuando nos cruzamos junto a un alcorque tratando de mantener la distancia prudencial que todo el mundo aconseja. Desde luego, no la conocía o, al menos, no a su perro, que no llevaba mascarilla. Es como si ahora, que todos nos vemos obligados a permanecer en soledad, nos hubiéramos vuelto más sociables que nunca. El dueño de un kiosco de golosinas se aburre en solitario tras un pequeño mostrador. Más allá, en una esquina, una cafetería intenta burlar la quiebra despachando en la puerta con dos sillas y una tabla que sirven al mismo tiempo de barrera que impide la entrada al local y de mesa para atender a los clientes. En la calle de al lado, en una ferretería otros días llena de gente hasta la puerta, una mujer con gesto triste apoya los codos sobre una tabla de planchar que utiliza como mostrador a la entrada del establecimiento.

Otros no tienen tanta suerte y han colgado en los escaparates un cartel de traspaso, de alquiler o de liquidación por cierre. Algunos, incluso, sujetan con cinta de embalar los restos del vidrio que ha quedado después de que algún desalmado lo rompiera para robar. Mientras volvía a casa recorriendo las calles casi vacías del barrio, pensaba que, a fin de cuentas, la pandemia retrata como si de un pintor hiperrealista se tratara, la condición humana, no sólo a través de un encuadre social colectivo, sino también desde una perspectiva individual.

A estas alturas, con lo que llevamos encima, seguramente todos hemos realizado un análisis más o menos profundo sobre el comportamiento humano en diferentes lugares del mundo, de acuerdo a su nivel cultural, de desarrollo social y, por supuesto, hemos girado más de una vez nuestra cabeza para echar un vistazo a quienes nos rodean para observar la forma en la que todos actuamos ante una situación extrema como la que vivimos.

Los entendidos en economía nos hablan de la crisis que sobrevendrá después del confinamiento. Salir de casa y observar el paisaje significa darse cuenta de que su efecto ya está aquí y que nada va a ser lo mismo cuando volvamos a la calle.

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